domingo, 29 de junio de 2014

"Traductor, traidor"

Sin esta bella profesión de la traducción, para la inmensa mayoría de los lectores/as quedaría vetada la literatura escrita en otras lenguas. Mas, ¡cuánta diferencia va a veces de una traducción a otra! Casi parecen obras distintas. E incluso dado un límite de peculiar interés, el leer una misma obra en varias traducciones, todo un ejercicio de reflexión lingüística. 


Normalmente, a no ser que uno/a sea muy escrupuloso no tiende a fijarse en quién está detrás de ese vertido a la lengua materna, y suele dar por válido lo que hay escrito, trasladándose sin problemas a Francia, Alemania, Rusia o el lejano Oriente. Cuanto mejor es el papel del traductor/a y su filtro es más preciso, no suelen haber muchas estridencias. Pero ¡ah, cuando no sucede así! Lo que es un vertido, pasa a ser lo que su doble sentido nos permite en castellano: basura.

Cuando se lee mismo una obra de algún gran autor/a de alguna época pasada. El cuidado con trasladar la lengua propia de aquel entonces, con sus modismos y giros, conservando en su medida ese sabor clásico, es todo un reto. Desde luego los cánones de traducción actuales hacen su aparición. Y como bien es sabido, toda traducción envejece; las buenas aguantan el paso del tiempo con dignidad, las atrapadas en su época se enmohecen sin misericordia.

Anacronismos como decir España y no Hispania en una obra de Tito Livio. Castellanización de los nombres, Oliverio, en vez de Oliver, aunque esto a veces se sigue haciendo con nombres menos impactantes. Uso de expresiones ya desfasadas, que por ser un vertido de lengua a lengua, dejan en jaque muchas veces al traductor/a (hoy día se suele poner la expresión en la lengua original, y la explicación de la solución adoptada). Construcciones léxicas que ya no son actuales, y que al lector le hacen preguntarse, ¿hablaría así el original?, etc. Por no mencionar la censura de épocas pasadas que sobre algún pasaje se cierne, bien para adulterarlo, bien para directamente suprimirlo. O títulos mal traducidos, pero que han cogido tanta raigambre que cambiarlos es todo un riesgo editorial: la transformación (metamorfosis) de Kafka, o la Politeia (República) de Platón, por citar dos ejemplos relevantes.

Sobre lo hablado, me viene a la mente la traducción que Rafael Cansinos Assens hizo de la obra de Dostoyevski, primera directa del ruso al castellano. En ella la frase florida y discurrente, propia del autor ruso, se ve empañada con algún giro inesperado, más propio de otro momento histórico. Son los díjole, preguntome, etc., que en obras más antiguas podrían tener su aquel, pero que en Dostoyevski producen un efecto extraño. Estas partículas léxicas denotan con claridad la época del traductor, y no tanto la probable forma de entenderse (tal y como sería vertido en castellano) del original ruso.

Muchas reediciones de obras de este calado se producen las más de las veces con un lavado de imagen, pero con traducciones añejas. En la editorial Debolsillo podéis encontrar la traducción de Cansinos Assens en Crimen y Castigo, y no os sorprenderá ver todavía por ahí la primera traducción de Los Miserables por Nemesio Fernández Cuesta (os recomiendo la de Gallego, en Alianza). Dichas traducciones, loables, lo mejor en su momento, adolecen hoy día de una actualización; si bien como ya he dicho, algunas conservan un tono nostálgico que por ello las hacen más válidas, por estar cercanas a su autor original; mientras que otras quedan ampliamente deslustradas por estar más ancladas en los modismos y expresiones del traductor.

Bueno, tras este pequeño comentario, espero que ahora cuando vayas a agenciarte una obra, te molestes al menos en saber quién es el/la causante de que estés leyendo lo que tienes entre manos.

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