lunes, 30 de septiembre de 2019

Sorpresas en las ediciones barateras

Traductor traidor


Hoy no he podido dejar de reírme al enmendarle la plana por enésima vez al pobre traductor de a sueldo de una edición baratera de Las Metamorfosis de Ovidio. Porque Tereso, dicho así suena a risa, pero he tenido que deducir que por ser hijo de Egeo, en realidad me estaba hablando de Teseo (sí el famoso héroe que mató al Minotauro). Y me he tenido que reír de lo lindo, gazapo así no recordaba desde que el famoso Romero compusiera La Odisea. Pero bueno, son errores tipográficos que nos pueden pasar a cualquiera. El quid de la cuestión no recae en eso, es solo la guinda.
Hacía ya muchos años que había leído tal obra y me apetecía retomarla, la memoria es ese tráfago de la cual se descuelgan muchas cosas. Y lo cierto que había pasajes que no me sonaban, no tanto por la historia, sino por la forma de contarla. Y claro, todos los circunloquios, que llegan a ser agotadores, en la versión de marras estaban lindamente suprimidos o reducidos a su mínima expresión: ante una larga enumeración de ciudades, fundadores epónimos o anécdotas euriditas (que maldita gracia hacen, pues enlentecen la lectura y más parece estar labrando con dos bueyes las áridas tierras de lo leído que leyendo); nuestro amigo traductor menciona tres ciudades y un elegante (...) jajaja. O para qué andar con epítetos o nombres raros, si es Plutón es Plutón, y si es Vulcano es Vulcano; nada de Dis o Múlciber, que no nos compliquen la vida. O si Cibeles se enoja porque «están prendiendo fuego a los pinos sagrados de su tierra de Frigia que navegaron hasta el Lacio», es más fácil decir «les estaban quemando los barcos». Eso sí, más clarito es, ¿pero estamos leyendo al autor o al traductor? Y así mil más, no en vano 433 páginas se convierten en 251.
Mi conclusión: una es literal, la otra una adaptación simplificada. Dicho así no hace tanta gracia, por tanto si de verdad quieres leer a un autor, fíjate en quien traduce (o en su defecto en la editorial) que no te den gato por liebre.

Jesús Gutiérrez Lucas
3 de mayor de 2017

Cuatro poetas en guerra de Ian Gibson

Acabo de leer Cuatro poetas en guerra de Ian Gibson, donde el insigne hispanista nos expone las vicisitudes de Machado, Jiménez, Lorca y Hernández. Un amplio muestrario de las diferentes clases sociales de aquella España. Y no puedo dejar de admirarme de la grandeza y entereza de Miguel Hernández: claro ejemplo de un luchador infatigable; que creyó en sí mismo y en sus posibilidades, que dio su vida por lo que creía y no abjuró de sus ideas; siendo abandonado vilmente a su suerte por otros voceros de ideologías que a la hora de la verdad, solo vieron en él a un pobre pastor que tenía ínfulas de poeta. Ya dijo José Luis Ferris, su mejor biógrafo (en mi opinión) «que era un claro ejemplo de valores para la juventud de hoy día».

El otro poeta digno de admiración es Machado, toda una lección de estoicismo y de entrega a través de su pluma, para animar al que entonces era el legítimo gobierno de España. La angustia de un hombre ya enfermo (su salud no era para nada robusta), cruzando hacinados en una ambulancia los diferentes pueblos de Cataluña, por empinadas cuestas a veces y con lluvia, hasta llegar a la frontera. Dependiendo de la hospitalidad de gente desconocida, pues en la ambulancia tuvieron que dejar su escaso y «ligero equipaje». Para finalmente morir en Colliure, pueblecito francés a las pocas semanas, yéndose su madre con él a la tumba tres días después.

Lo de Lorca es mucho más conocido. Ensañamiento crudo y duro. La muerte artística más atroz de todo el siglo pasado. Las presiones internacionales hicieron que su obra completa se pudiera editar en 1954 en el famoso sello Aguilar. Pero todo lo que sonara a él, era perseguido y despreciado. Poseer libros de Lorca era peligroso; algo impensable hoy día.
Podría haberse salvado: el hermano del poeta Luis Rosales, José Rosales, destacado falangista, consiguió una orden de indulto para el preso Lorca. Pero el comandante Valdés, que estaba al cargo del asunto, mintió diciendo que ya era tarde, que García Lorca no se hallaba en dichas estancias; cuando esa misma noche salía en dirección a Víznar, el lugar de sus últimos instantes de vida.
Uno de los guardias que lo fusilaron dijo: «le dimos dos tiros en el culo, por maricón». Un ejemplo espeluznante y desgarrador de la barbarie en estado puro.

Y finalmente Juan Ramón Jiménez, que francamente no entiendo que hace en esta selección. Realmente Unamuno, otro mártir, que acabó sus días «encerrado» en su casa, muriendo al poco de empezada la contienda bélica, hubiera tenido mejor cabida. Juan Ramón es trágico en el sentido de que sigue siendo el poeta desconocido. Su gran obra interrumpida por la guerra sigue sin formar un corpus coherente y total, siendo ingente la cantidad de material inédito de un hombre que dedicó toda su vida a la poesía.
No en vano recibió el Nobel en 1956, muriéndose a los pocos días su compañera sentimental Zenobria Campubrí, una gran intelectual y apoyo incondicional del poeta durante su largo matrimonio. Muriendo él a los dos años, ambos en el exilio.

Lo dicho cuatro vidas, de cuatro insignes poetas, cuya voz fue sesgada por la barbarie de una guerra fratricida, o como en el caso de Juan Ramón mutilada.

Jesús Gutiérrez Lucas
19 de marzo de 2017

La ineluctable modalidad de lo visible o el Ulysses de J. Joyce



En 1922 el escritor irlandés James Joyce publicó lo que ha venido a ser un antes y un después en la narrativa: Ulysses.
Esta obra es una radiografía total de la época en que Joyce vivió de joven en su Irlanda natal, en concreto en la ciudad de Dublín. Se la puede considerar una brutal ironía, en negativo fotográfico, de la famosa Odisea homérica. Pues narra las peripecias de Leopold Bloom (Ulises) a lo largo de un día cualquiera (16 de junio de 1904), desde que sale de su casa hasta que regresa a ella.
Los personajes son crudamente reales, rídiculos muchas veces, en clara antítesis frente a las virtudes indómitas de los héroes griegos. Quizá sin pretenderlo, Joyce comenzó a introductir esa idea de desmitificación, tan cara a los teóricos del posmodernismo actual.

Ulysses no tiene una única lectura. No en vano está considerada una de las obras más complejas y difíciles de leer. Está encuadrada dentro de la calificación de novela, pero este término se le queda bastante estrecho, con todo lo que en sí la novela es capaz de admitir. La técnica innovadora y por la que es especialmente recordada es la del «monólogo interior». Técnica que no inventó él, pero que llevó hasta extremos ininaginables. Toda la trama está contada desde la cabeza de los personajes, el lector asiste a esa maraña de pensamientos, sin orden pautado muchas veces, y nos arrastra a través de ellos, dejándonos participar en la historia como si formaramos parte de cada personaje.
En realidad Ulysses es una polifonía, más cercano a un auténtico poema (plagado de metáforas, significados velados y referencias dignas del Góngora de «Polifemo y Galatea»). En ocasiones es un desafío para el lector, porque muchas relaciones no están claras sin un mínimo (o máximo) de conocimiento sobre la materia tratada.

A nivel estilístico es toda una exibición de recursos. Cada capítulo está escrito con una técnica distinta. Los primeros de un modo habitual, pero poco a poco empieza a despuntar. Del monólogo interior, pasa a un capítulo totalmente experimental donde se fusiona la música con los diálogos, como si de un pentagrama se tratara. En otro adopta el formato teatral, pero con acotaciones propias del cine más experimental. Ironiza sobre los diversos estilos de la narrativa británica, desde sus inicios medievales hasta la actualidad, a la vez que hace un símil con las fases de la gestación de un niño que está por nacer. Crea un análisis total, con preguntas y respuesta-descripción de los motivos de los personajes, como si de un análisis fenomenológico se tratase. Y para traca final, el último capítulo trata sobre el monólogo interior de Marion Bloom (Penélope), donde hay carencia total de signos de puntuación, vagando libre su pensamiento.


Como referencia a La Odisea. Aunque Ezra Pound ya dijo que esto no era lo más importante (y estoy con él), la interpretación de G.E. Eliot sigue siendo la que más se acepta. Una relación muy sucinta es la siguiente: (Cuidado spoiler).
Stephen Dedalus (Telémaco) vaga los tres primeros capítulos sin rumbo fijo.
Leopold Bloom (Ulises) le prepara el desayuno a su mujer (Marion, Penélope). Y sale de casa entre otras cosas a un entierro (visita al Hades). Acude al trabajo. Pasa por la biblioteca. Va a un bar (las sirenas) donde cantan al piano entre otros Simon Dedalus (padre de Stephen). Bloom sabe que su mujer le va a ser infiel con Boylan, un tratante de conciertos (Marion es soprano) esa misma tarde. Acude a una taberna donde hablan de nacionalismo irlandés, y al salir el contertuliano le lanza a Bloom lo que lleva entre manos, mientras este y unos camaradas se van en una berlina (escena del Cíclope). A la noche, siguiendo a Stephen, se mete en un lupanar (escena de Circe) donde lo rescata y se lo lleva a casa para que descanse y duerma (vuelta a Ítaca).
Marion Bloom (Penélope) reflexiona sobre su vida con Bloom, su pasado y sobre la escena de infidelidad con Boylan, de la que no se arrepiente para nada.
La grandeza de la obra no radica en el esquelético esquema antihéroe homérico, sino en la psicología de cada personaje. Los temas que se van tratando son múltiples: muchísimos. Bloom es de origen judío (judío errante). Dedalus (que es el mismo Joyce) tiene una fuerte formación jesuítica: los temas de teología surgen a borbotones de su boca, así como todo lo relacionado con Shakespeare y sus obras; con muy interesantes intuiciones que hoy día aceptan los exégetas del dramaturgo inglés.
La cuestión de la independencia de Irlanda, con todos los políticos, reyes, filósofos y santos (de ese momento y del pasado) desfilan por la obra con plena naturalidad y sin carta de presentación.
En sí la obra es un juego incansable de palabras, un auténtico chiste, es una parodia del ser humano común, mostrado en su desnudez psicológica. Bloom que al principio puede caer simpático, luego no es que caiga mal, sencillamente produce compasión. Es un Ulises cornudo, del que todos se ríen, que va alardeando de conocimientos técnicos y que es un obseso sexual. El sexo, los fetiches, las fantasías y la masturbación rondan por toda la obra increscendo hasta el final. Stephen es un pedante de mucho cuidado, al que no se le entiende ni jota al principio, pero que luego comprendes que es un ser abandonado, del que su padre no se preocupa lo más mínimo, que incluso tiene que darle dinero a sus hermanas para malvivir, y que arrastra un trauma personal ante la muerte de su madre, ante la cual no quiso cumplir su última voluntad.
Marion es hija de un militar gibraltareño y de madre española desconocida. El capítulo con que se cierra el libro es todo un grito de independencia por parte suya, que invita a la reflexión más profunda, tocando temas cercanos al movimiento feminista.


La descripción total y absoluta que hace de los actos más tabúes, es de las cosas que más sorprenden. Por eso es una radiografía: desde ir al baño y limpiarse el culo con el relato ganador de un periódico; hasta las evacuaciones de la menstruación en una bacinilla. No obstante, no es un libro obsceno, es descarnadamente objetivo, no maquilla.
Por tanto las lecturas del mismo se pueden multiplar incesantemente, porque abarca toda nuestra naturaleza.
Como curiosidad, en Dublín cada 16 de julio se celebra el "Bloomsday". Donde cientos de personas repiten el periplo de Leopold Bloom, comenzando con el mítico desayuno de té con tostadas con mantequilla y riñón de cerdo asado rallado por encima, entre otras menudencias porcinas.


Jesús Gutiérrez Lucas
Análisis personal de Ulysses tras su lectura en enero de 2017